Sueño El desierto, el bebé y la memoria extraida

 Desperté desnuda en un desierto. 

El aire era seco, áspero, y la arena ardía bajo mis pies.

Frente a mí, apenas un espejismo sólido: una empresa solitaria, unas chozas de madera, una carretera que cortaba la inmensidad. Sentí que ya había estado ahí antes, como si mi cuerpo recordara lo que mi memoria había borrado.


Dos mujeres pasaron a mi lado, uniformadas, apuradas, como engranajes de aquella fábrica. Les rogué ayuda. “Esto es una emergencia”, grité, con el corazón abierto y la piel expuesta. Ellas me miraron con indiferencia: “No lo creo”. Y se fueron.


Bajé la mirada y ahí estaban mis cosas, tendidas sobre la arena como restos de un naufragio:

una mochila, una casaca, un celular.

Las recogí con ansiedad, como si con ellas pudiera cubrir mi desamparo. Caminé. La arena me envolvía, no había salida.


Entonces vibró mi celular: un mensaje.

Un amigo que me debía dinero me había depositado 2700 soles.

Pensé que debía sonreír, sentir alivio. Pero no. No hubo felicidad, solo vacío. El dinero no me sacaba del desierto, ni de la desnudez, ni de mí misma.


Esperé en la carretera. Un bus se detuvo. Subí y me cubrí torpemente con la mochila y la casaca. Las miradas se clavaron en mi cuerpo como agujas, y yo bajé la vista. El camino me llevó al lugar donde crecí. El parque de mi infancia estaba allí, aunque incompleto: en medio del polvo había una maqueta a medio hacer. La terminé yo, con un techo improvisado y cinta abundante, como si intentara reparar algo roto en mí.


Pero la memoria no se reparaba.

Entre los cinco y los nueve años, un vacío me tragaba.

Sentía que alguien más había vivido mi vida por mí.


Y si ha vuelto a pasar, perdí la noción  del tiempo; ahora estoy cargando un bebé.

Hermoso.

No como suelen decir por compromiso: todos los bebés son lindos. No. Este lo era de verdad. Un cráneo redondo, ojos grandes, nariz divertida, manos diminutas, pies perfectos. Lo amé sin entender, porque era mío y a la vez no lo era. Lo reconocí: llevaba la piel y el cabello de mi novio, pero mi rostro en la delicadeza de su cara. Era un varón, hermoso.


Éramos tres y huíamos, aunque no sabía de qué.

Llegamos a una villa, una cabaña luminosa, elegante, con cama enorme, ducha amplia, aire fresco. Allí jugamos con nuestro hijo, lo acariciamos, nos oliamos. Una ternura salvaje, nueva, me atravesaba. Pero pronto lloró. Metió sus manos en el pañal y todo se desbordó. El caos del cuerpo pequeño se volvió mío.


Grité, pedí ayuda.

Lo bañamos en un balde azul, con agua tibia que arrastraba lo impuro. El bebé se calmó. Su cabeza se apoyó rendida y vulnerable. Lo envolví en una toalla, lo sostuve contra mi pecho y lo vi dormir.


Entonces apareció el tío.

Un hombre rubio, piel dorada, traje de látex extraño. Una figura más cercana a la amenaza que al afecto. El bebé lo miró y gruñó, como un gato erizado. Yo gruñí también. La defensa era instinto, no razón.


Entonces lo vi distinto: alrededor de sus ojos habían brotado manchas verdes, brillantes, como un secreto escrito en su piel. No me asusté. Lo acepté como si siempre lo hubiera sabido. Lo abracé más fuerte.


El tío habló solo con mi hombre. Yo no escuché, pero mi cuerpo entendió: debíamos irnos.

El bebé lloró de nuevo. Pensé en darle el pecho, pero recordé que estaba enferma. No podía alimentarlo. Salimos a buscar su comida. Afuera, la gente nos miraba con molestia, como si nuestra existencia los incomodara.


Lo besé.

Lo besé con la certeza de que era mi hijo, y también con la duda de que no lo era.

Un ser nuevo, un fragmento de mí.


Desperté con el sabor del desierto todavía en la boca.

Con la memoria incompleta.

Con la certeza de que ese bebé no era un simple sueño, es real mi cuerpo lo reconoce, pero mi mente prefiere que no.


Estoy batallando con mis propios anhelos y canciones,

con mis movimientos y mis versiones,

aspectos que brotan de mí, se deshacen y me pertenecen.

Un vuelo cansado en mis labios,

amante infinita del amor

y del desierto.

te amo, 

me amo,

me aman?

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