Soñé con una ciudad que respiraba por el suelo. El aire no venía del cielo: venía del polvo, de las calles como ceniceros, de las grietas que exhalaban arena. Caminaba sin saber qué buscaba y me topé con él —mi amigo desadaptado— alto como un faro, cabello castaño claro, ojos grandes que miraban extraño; su camisa amarillenta olía a humedad, a cabellos sudados que nunca toqué. Hablábamos de política y reíamos en silencio, como dos conspiradores de una ciudad que cruje.
La noche anterior había estado con otro: mi amante, el que sirve para besos y para ser dañado, que no enciende mi cuerpo. Yo vestía un rojo que marcaba mi sombra; él llevaba buzo, piel brillante, labios secos. Me toleraba. No era lo mismo. Entre la gente volví a ver al desadaptado y la emoción me curvó el pecho; me contuve.
Al día siguiente volvió con noticias: rastros de un nombre —Keiko— dentro de una librería polvorienta. Entramos; el olor a libro cambió de vivo a reseco, como si las palabras se hubieran marchitado. En un tomo grande, manchado de manos, descubrimos cartas y fotos. Estaba fuera, pero volvería. Nos tocaba esperar —la espera como un tiempo hueco que se llena de inquietud.
Salimos pensando en los días que vendrían: qué haríamos, si el deseo sería refugio o ruina. Caminamos. Vi a mi amante junto a una ventana, encogido; le grité, huyó, y mi desadaptado soltó una risa que pareció una grieta en el suelo. Volví a casa.
La casa estaba en una loma de tierra. La entrada era madera áspera; un pozo, unas plantas cubiertas de polvo y un cactus, espinoso y hermoso, como un juramento a la vida en medio del desierto. Entré: mis plantas, la sala, mi cuarto —y en mi cuarto la profanación.
La escena era un carnaval grotesco. Dos camas, disfraces, comida pegada a la carne. Un hombre vestido de bebé con un pan cerca de lo que no debería rozar la risa; una princesa de papel y un hombre que usaba mis sábanas como paño; mi ex mejor amiga, collares y sonrisa de carcoma; un hombre con un collar militar que decía “Jhon”; una chica de cabello naranja; y él, mi desadaptado, recostado mirando como espectador en una obra clandestina.
En la alfombra, uno me pidió clemencia. Ya estaban demasiado dentro: de mi casa, de mi silencio, de mi intimidad. Le dije sin ruido:
—No. Antes te voy a enseñar a respetar.
Fue entonces. Lo tomé del cabello, lo tiré, lo pisé. Soy alta, fuerte; entrenada —mi rostro se volvió una máscara fría mientras la sangre salpicaba una calma terrible. Le quité el reloj y el collar; lo arrojé a la calle como a un nombre que quería olvidarse.
Fui por la que fue amiga: le arranqué un mechón cerca de la oreja, la callé con golpes, rompí sus collares como si cortara firmas falsas, y la saqué al polvo. “No olvides esto”, le dije al oído, y su grito quedó pegado a mis uñas.
El “bebé” me dio asco: había mancillado mis sábanas. Le obligué a tragar lo que escondía —chupón, pan, hot dogs— como si le cosiera la vergüenza en la garganta. Sonreía mientras se ahogaba en su propio juego; yo lo dejé golpeado, sin collar, murmurando que era de su padre. Se tragó el recuerdo; lo devolví a la noche.
La chica naranja fue la última. Mi desadaptado suplicó: “Es mi prima, por favor”. No escuché la palabra que me pedía clemencia. La llevé del cabello, la abofeteé, le metí un hot dog en la boca como si le obligara a comerse su culpa.
En el vacío que siguió, algo se quedó sin orden. Mi amigo, el desadaptado, se acercó y me abrazó con la suavidad de quien despierta a otro. Dijo:
—Despierta.
Abrí los ojos. La piel con polvo de ciudad. El pulso todavía alto. Quedó la sensación de haber arrancado de adentro algo que dolía y que, sin embargo, era necesario arrancar. El cactus en la entrada seguía en su sitio, firme, respirando polvo como si no pasara nada.
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