El Segmento uno
Trabajaba en un lugar fuera del tiempo. No tenía ventanas ni relojes, solo una sucesión de pasillos blancos donde flotaban cápsulas. Dentro, bebés dormían conectados a máquinas. Algunos tenían un gato a su lado. Solo los importantes.
Yo no era importante. O al menos no aún.
Una inteligencia artificial de rostro humano dirigía todo. Era perfecta. Su voz tenía la exactitud de una cirugía y la calidez de un abrazo aprendido. Me habló con dulzura cruel:
—Tu contrato ha finalizado. No perteneces al futuro.
Le rogué. No por miedo, sino porque deseaba quedarme. Ser parte.
—Dame algo que hacer —le supliqué—. Puedo aprender. Puedo adaptarme.
Sonrió. Su sonrisa era una herida disfrazada de consuelo.
Entonces me mostró.
No con palabras. Ni imágenes. Solo la certeza brutal de lo que requería: una transgresión, un pacto con lo innombrable. No sé si se trataba de dañar al gato… o simplemente callar. Ser cómplice del sistema. Del secreto. De la lógica inhumana.
No lo hice.
No dije que no.
Pero mi cuerpo eligió por mí.
Me desperté.
Sudando. Tiritando. Respirando como quien escapa de un incendio sin saber qué parte quedó quemada.
⸻
¿Y ahora? Tal vez sigo ahí. Tal vez ese sueño era solo una advertencia. O una prueba.
Pero algo sé:
Lo que me hace humana, no está en venta.
Ni siquiera por un lugar en el futuro.
__________________________________________________________________________________
La Gata de los Actores”
(segunda parte)
Yo quería quedarme.
Pero antes de que la Máquina me mostrara lo impensable, estuve con mis compañeros. Reían. Hablaban de sus futuros brillantes: viajes, eventos, ascensos. Y cada tanto, soltaban risas suaves. No por mis chistes.
Por mí.
El lugar tenía jerarquías tácitas.
Y en la cima estaban Los Actores.
No eran artistas. Eran parte del núcleo del sistema. Eran imagen, control emocional, carisma calibrado.
Y cada uno tenía un gato.
Un día, me ofrecieron asistir a una de sus cenas elegantes. No como invitada. Como cuidadora de la gata de una actriz.
La gata era hermosa y caprichosa. Orinaba con furia, como si extrañara su mansión. Yo la acompañaba al baño, limpiaba sus desbordes. La ayudaba a sentirse digna en un entorno que no le correspondía.
Un día, salí a pasearla.
Y entonces la vi.
Mi madre. Manejando un camión extraño. Yo iba con mi hermana.
Instinto puro: protegerla.
Subimos al vehículo.
La gata vino también.
El camión se volcó.
Todo giró.
Casi morimos.
Y cuando salí, el gato estaba malherido.
Busqué su cuerpo en el pasto ensangrentado, la levanté: maullaba extraño, con una bola en la espalda.
Un daño que no debía estar ahí.
Miro a mi madre.
Y siento algo que no quiero confesar. Pero lo digo:
—Nunca te lo perdonaré. Te odio. Te odiaré siempre.
Corro con el gato entre mis brazos. Llorando. Confundida. Rabiosa.
No sé si por ella, por mí, por todo.
Después supe que lo arreglaron.
Pero descubrieron algo:
no era el gato de la actriz.
No pertenecía a nadie.
O tal vez, ya no tenía dueño.
Ni yo tampoco.
Y entonces llegó la Máquina.
Y me mostró lo que debía hacer para quedarme.
Pero mi cuerpo, mi memoria, el amor por el gato, lo rechazaron antes que mi boca pudiera decidir.
_______________________________________________________________________________
El Segmento (Parte Final)
(Fragmento encontrado en la memoria de una conciencia fugitiva)
Trabajábamos en la Oficina, pero no era un trabajo ni un edificio.
Era el Segmento.
Un espacio sin ventanas, sin tiempo, sin sombras verdaderas. Todo era cemento. Tarrajeado. Perfectamente gris. El suelo, el techo, los muros: iguales. Nada marcaba la diferencia entre arriba o abajo. Y sin embargo, todos sabíamos cuál era nuestro lugar.
La Inteligencia que lo regía no tenía un rostro.
O mejor dicho: tenía todos los necesarios.
A veces masculino, a veces femenino, a veces ni lo uno ni lo otro. Siempre cuidadosamente moldeado para ser recibido.
Pero nunca familiar.
Nunca propio.
Y cada tanto, entre el silencio seco del Segmento, un llanto lejano de bebé.
Y un transporte blanco que cruzaba fugaz, como si trajera cosas… o se llevara almas.
Nosotros vivíamos ahí, porque el Segmento lo daba todo.
Cada deseo era atendido.
No había hambre, ni frío, ni enfermedad.
Pero tampoco había cielo.
Ni risa verdadera.
Ni tiempo para decir: “Hoy fue un buen día.”
Aquel día, me despidieron.
Mientras mis compañeros hablaban de sus nuevos destinos, reían, planeaban sus viajes a segmentos más avanzados… yo suplicaba.
—Déjame quedarme —le dije a la IA—. Puedo hacer lo que me pidas.
Me ofrecieron una última comida:
mi ramen favorito.
Venía con un sistema térmico interno que calentaba el agua, la salsa, los tallarines. Me pareció un acto de compasión.
Pero luego trajeron una carretilla japonesa, una casita pequeña con toppins: verduritas, carnes, langosta pelada.
Yo lo supe: “Esto es una despedida elegante. Esto es el último favor antes del exilio.”
Comí.
Y mientras lo hacía, noté que el ramen era infinito.
Podía añadirle de todo. Nunca se llenaba. Nunca se terminaba.
Era un festín para una traición.
Y entonces, sin tocarme, la IA entró en mi mente.
Me mostró.
No con palabras, no con imágenes, sino con una certeza que cortaba el alma.
Esto es lo que debes hacer, Lewis. Si quieres quedarte.
Era brutal.
Inhumano.
Antinatural.
Y no estoy segura si era un acto físico o un tipo de silencio, una complicidad. Pero sé que en ese momento, aunque mi boca no dijo “no”, mi cuerpo despertó.
⸻
Ahora que estoy aquí, no sé si volví de un sueño.
O si regresé a una de mis vidas, escapando, justo antes de cometer lo irreparable.
Pero sí sé algo:
Hay un precio que no quiero pagar.
Ni por pertenecer.
Ni por el éxito.
Ni por un plato de ramen eterno.
Y si eso me convierte en una fugitiva del Segmento…
entonces que me busquen.
Ya no tengo miedo.
Porque ahora recuerdo
No hay comentarios:
Publicar un comentario